jueves, 1 de febrero de 2018











"¿Tia Gertrudis? Esa nos va a enterrar a todos".
El Flaco Cabrera
GERTRUDIS 

Tío Rodrigo, decían, era un santo. Luego de despedir la familia a tía Gertrudis en el camposanto del rancho, a la hora de la comida que todavía se sirvió en la casa de los tíos citados, el tío Luis especuló la fórmula del éxito de aquel matrimonio modelo, y le dio por ventilarlo como para quitarle hierro al evento. "Todo mundo sabe quién tenía la última palabra en esta casa ", lanzó. Algunas risas medio animaron la gran mesa de cedro - más vieja que muchos de los comensales- en el corredor que usualmente servía de plato para pollos y gallinas. El olor del café negro y los tamales apenas sacados de la paila, consolaron un poco esa tarde de domingo lacrimoso. Ernestina siempre se preguntó porqué en los funerales parecía llover como si los nubarrones cargados fueran acompañantes oficiales y obligados de los sepelios, sin importar la estación, el mes ni el día de la semana.

Como haciendo honor a su filosofía de su larga vida, Gertrudis murió precisamente en sábado. El séptimo día de la semana, cuando Dios descansó, una última afirmación para equiparar su ego, tan grande como sus dimensiones, en medio de aquel contexto rural que, ya se sabe, ha sido coto de poder de hombres. Ernestina pensó entonces que su abuela era atípica. Anomalía para algunos, muy mandona para otros. Conmiseración para su abuelo de parte de muchos. "Era un santo", decían hasta las otras tías, la mayoría rascando los ochenta.

Gertrudis era el nombre más mentado en toda aquella rancheria y algunas colonias del pueblo -cabecera municipal, por cierto- situado a media hora, si se va en camioneta. Se sabían anécdotas de ella desde medio siglo atrás, y algún hermano suyo - uno de los siete que eran- las relataba con cierta admiración, rematando en carcajada. "Ensilló el caballo y se fue a traer la mula que se escapó. Se la dio a tio Rodrigo para que la encerrara, bajó del caballo y se metió a la cocina a echar tortillas".

"Jamás vi a mis padres reñir". Se ufanó una ocasión tía Lupe, la tercera de los hijos. Tío Luis entonces se reía para adentro y seguía mascando la tortilla remojada en el caldo de res. Con el tiempo saltó la principal razón de la soltería de Lupe: a sus más de cuarenta años no encontraba el hombre ideal. "Ay, hija. Si piensas que vas a encontrar otro como tu papá estás muy equivocada", le amonestó un día la matriarca, quien gustaba de estar siempre en poder de la razón. Cuantos más lustros pasaban por su longeva vida, aquella obsesión parecía acentuarse. "Enquistarse", le corrigió un día medio irónicamente tío Luis a tío Marcos, el primogénito.


Al entierro de la nonagenaria dama, mi tía, vino gente de todos lados. Del pueblo, del rancho, de alguna ciudad del norte, del centro y del sur de México. Tío Remigio estaba por llegar de Dallas, pero su madre se le adelantó y ya no alcanzó a presentar sus respetos ante la tumba antes que la volvieran a cerrar. Llegó y plantó su corona de flores. El húmedo aroma de la tierra recién removida recibió al hombre canoso de complexión robusta, sombrero en mano. El monólogo mental dejó un rostro de madera a su paso. 

Rosalba Lagunes 

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