El Flaco
Cabrera
GERTRUDIS
Tío Rodrigo, decían, era un santo.
Luego de despedir la familia a tía Gertrudis en el camposanto del
rancho, a la hora de la comida que todavía se sirvió en la casa de
los tíos citados, el tío Luis especuló
la fórmula del éxito de aquel matrimonio modelo,
y le dio por ventilarlo como para quitarle hierro al evento. "Todo
mundo sabe quién tenía la última palabra en esta casa ",
lanzó. Algunas risas medio animaron la gran mesa de cedro - más
vieja que muchos de los comensales- en el corredor que usualmente
servía de plato para pollos y gallinas. El olor del café negro y
los tamales apenas sacados de la paila, consolaron un poco esa tarde
de domingo lacrimoso. Ernestina siempre se preguntó porqué en los
funerales parecía llover como si los nubarrones cargados fueran
acompañantes oficiales y obligados de los sepelios, sin importar la
estación, el mes ni el día de la semana.
Como haciendo honor
a su filosofía de su larga vida, Gertrudis murió precisamente en
sábado. El séptimo día de la semana, cuando Dios descansó, una
última afirmación para equiparar su ego, tan grande como sus
dimensiones, en medio de aquel contexto rural que, ya se sabe, ha
sido coto de poder de hombres. Ernestina pensó entonces que su
abuela era atípica. Anomalía para algunos, muy mandona para otros.
Conmiseración para su abuelo de parte de muchos. "Era un
santo", decían hasta las otras tías, la mayoría rascando los
ochenta.
Gertrudis era el
nombre más mentado en toda aquella rancheria y algunas colonias del
pueblo -cabecera municipal, por cierto- situado a media hora, si se
va en camioneta. Se sabían anécdotas de ella desde medio siglo
atrás, y algún hermano suyo - uno de los siete que eran- las
relataba con cierta admiración, rematando en carcajada. "Ensilló
el caballo y se fue a traer la mula que se escapó. Se la dio a tio
Rodrigo para que la encerrara, bajó del caballo y se metió a la
cocina a echar tortillas".
"Jamás
vi a mis padres reñir". Se ufanó una
ocasión tía Lupe, la tercera de los hijos. Tío Luis entonces se
reía para adentro y seguía mascando la tortilla remojada en el
caldo de res. Con el tiempo saltó la principal
razón de la soltería de Lupe: a sus más
de cuarenta años no encontraba el hombre ideal. "Ay, hija. Si
piensas que vas a encontrar otro como tu papá estás muy
equivocada", le amonestó un día la matriarca, quien gustaba de
estar siempre en poder de la razón. Cuantos más lustros pasaban por
su longeva vida, aquella obsesión parecía acentuarse.
"Enquistarse", le corrigió un día medio irónicamente tío
Luis a tío Marcos, el primogénito.
Al entierro de la nonagenaria dama, mi
tía, vino gente de todos lados. Del pueblo, del rancho, de alguna
ciudad del norte, del centro y del sur de México. Tío Remigio
estaba por llegar de Dallas, pero su madre se le adelantó y ya no
alcanzó a presentar sus respetos ante la tumba antes que la
volvieran a cerrar. Llegó y plantó su corona de
flores. El húmedo aroma de la tierra recién removida recibió al
hombre canoso de complexión robusta, sombrero en mano. El monólogo
mental dejó un rostro de madera a su paso.
Rosalba Lagunes
Rosalba Lagunes
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